Érase
una vez un gato tan guay que no le hacía falta ni nombre.
Era
el gato sin nombre.
Cuando
había que llamarlo algunos lo pasaba un poco mal, al no saber
gestionar.
Sin
embargo él estaba por encima de los asuntos humanos.
Caminaba
todo vacilón por balcones y tejados.
Partiendo
y repartiendo.
Sin
nombre y sin miedo.
El
gato sin nombre vivió muchos años feliz.
Nadie
lo llamó nunca.
No
hubo humano que le dijera lo que tenía que hacer.
Eligió
su vida y también su muerte.
Los
del lugar aún lo recuerdan.
En
medio de la plaza le pusieron una estatua.
Y
muchos se lamentan de que al nacer, un nombre les acompañe hasta su
muerte.
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