Me tragué una semilla
a ver si conseguía echar raíces.
Pasaron más de veinte años
y cuando ya casi lo había olvidado,
comenzaron a salirme ramitas de las orejas.
Al principio me asusté
y por más que las cortaba,
nuevas ramas brotaban.
Poco a poco, comencé a recordar
aquella semilla que tragué.
Entonces busqué las raíces
entre los dedos de los pies.
Allí estaban,
fuertes y lozanas.
Al acercarse al mar,
arraigaron con ganas.
Así fue como me planté en la arena,
mientras el viento generoso golpeaba mi cara.
Las nubes descargaron sobre mí,
convirtiéndome en la planta más sana.
Y es que a veces,
las mejores veces,
las semillas tardan en nacer
pero cuando lo consiguen,
no existe fuerza
que las detenga.
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