Dibujé
corazones en la arena.
Me
los devolvieron en mi coche,
sonrientes.
Llegué
hecha una marioneta.
Los
hilos me los tuvieron que mover.
Menos
mal que estaba en buenas manos.
Las
mejores,
la
sangre de la sangre
que
siempre está cuando todo se acaba.
No
podía vomitar lo que se atragantó entre el alma y las entrañas.
Dentro
muy dentro, no se ve nada más.
El
levante sanaba tronando
los
resquicios recónditos de la pena.
Despedir
sin darme ni cuenta.
Volver
al nido que me acoge con alas tiernas.
Seguir
caminando.
Aprendiendo.
Creciendo.
Amando.
Y
volar.
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