Cada
vez que veía sacar a mi padre el pañuelo de su bolsillo,
perfectamente
doblado y oliendo a gloria,
empezaba
a temblar de miedo.
Mi
padre lo sacaba cuando me iban a torturar los médicos o
rehabilitadores.
Me
lo daba para que lo mordiera mientras me hacían daño
y
así podría aguantar mejor el dolor.
se
había hecho con una maquinita de electromiograma.
Solo
los que han probado sus agujas clavadas en pleno músculo,
recibiendo
descargas eléctricas,
saben
lo terriblemente doloroso que es.
Si
eres niña supongo que más.
Lo
volví a probar de adulta,
juré
que nunca más. .
Ignacio
se aficcionó a las agujitas y a los botones.
Cada
dos o tres meses me llamaban a filas.
Mi
padre siempre me acompañaba.
Sacaba
su pañuelo, y yo lloraba suplicando “no más por favor”.
“Es
por tu bien María, aguanta cariño y muerde el pañuelo”, me decía
mi padre.
Imagino
ahora el horror que tuvo que pasar él también entonces.
Así
aprendí a aguantar.
Desde
los 5 meses que me atacó el virus de la polio al ponerme la vacuna.
Fueron
tantas las torturas.
Tuve
que gestionar el dolor y las pruebas que la vida me iba poniendo por
delante,
desde
el aguante.
Flaco
favor me hizo todo eso para el resto de situaciones.
Acostumbrada
a aguantar, he tolerado demasiadas vejaciones.
Solo
que ya no tenía el pañuelo para morderlo.
Ahora
con 46, me hago consciente de todo ello.
Reniego
del “aguante”.
Me
libero del “tener que soportar”.
Me
posiciono y establezco los límites de mi dignidad.
Gracias
papi por el pañuelo,
que
tantos gritos ahogó.
Ahora
por fin puedo gritar libre,
sin
tener que aguantar más.
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