El aguante


Cada vez que veía sacar a mi padre el pañuelo de su bolsillo,
perfectamente doblado y oliendo a gloria,
empezaba a temblar de miedo.
Mi padre lo sacaba cuando me iban a torturar los médicos o rehabilitadores.
Me lo daba para que lo mordiera mientras me hacían daño
y así podría aguantar mejor el dolor.
Recuerdo que el médico rehabilitador que tuve desde los 6 a los 17 años
se había hecho con una maquinita de electromiograma.
Solo los que han probado sus agujas clavadas en pleno músculo,
recibiendo descargas eléctricas,
saben lo terriblemente doloroso que es.
Si eres niña supongo que más.
Lo volví a probar de adulta,
juré que nunca más. .
Ignacio se aficcionó a las agujitas y a los botones.
Cada dos o tres meses me llamaban a filas.
Mi padre siempre me acompañaba.
Sacaba su pañuelo, y yo lloraba suplicando “no más por favor”.
“Es por tu bien María, aguanta cariño y muerde el pañuelo”, me decía mi padre.
Imagino ahora el horror que tuvo que pasar él también entonces.
Así aprendí a aguantar.
Desde los 5 meses que me atacó el virus de la polio al ponerme la vacuna.
Fueron tantas las torturas.
Tuve que gestionar el dolor y las pruebas que la vida me iba poniendo por delante,
desde el aguante.
Flaco favor me hizo todo eso para el resto de situaciones.
Acostumbrada a aguantar, he tolerado demasiadas vejaciones.
Solo que ya no tenía el pañuelo para morderlo.
Ahora con 46, me hago consciente de todo ello.
Reniego del “aguante”.
Me libero del “tener que soportar”.
Me posiciono y establezco los límites de mi dignidad.
Gracias papi por el pañuelo,
que tantos gritos ahogó.
Ahora por fin puedo gritar libre,
sin tener que aguantar más.

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