La caló

Llegué a Sevilla un mes de Julio,

hace 23 años ya.

Yo estaba muy bien acostumbrada,

todos mis veranos anteriores

los había disfrutado en la playa.

Llegué aquí, al corazón del barrio de la Macarena.

Recuerdo aquellas noches

con el colchón empapado de agua en el suelo,

sin poder vivir como verdaderas pesadillas.

Desde entonces llevo pasando aquí

casi todos los veranos completos.

Cuando me hablan de “la caló”,

ya sé lo que es.

Lo sufro en mis carnes cada año y a pelo,

sin aire acondicionado porque este me destroza

los músculos, la garganta y los huesos.

Ni siquiera el ventilador me vale,

me reseca las mucosas demasiado

y tampoco lo de mover aire hirviendo alivia mucho.

Lo peor no es la temperatura.

Lo peor es vivir todo el día en penumbra,

encerrada y sin casi disfrutar la luz del sol.

Yo que tengo un poquito de claustrofobia,

cada vez que empiezo a cerrar persianas

me da un nosequé que no sé yo.

Mi futuro marido es un santo,

porque aguanta conmigo el tirón sin poner la máquina .

Desde aquí le doy las gracias emocionada.

Eso es amor.

Ya llega un momento, a partir de los 40 grados,

que si son 44 o 47 casi no lo notas.

Entras en un estado de letargo anonadado.

Son tiempos de humor alterado,

de días demasiado largos,

de noches de mal dormir.

Son pruebas duras

que llevo pasando un año tras otro

y por fin este, será el fin.

Qué ganas tengo de salir de aquí.

Se está haciendo difícil.

Supongo que acorde a los años que llevo vividos.

Variados, emocionantes, pero bastante duros.

Ya queda menos.

Pronto los 45 grados a la sombra serán historia.

Sólo tengo que aguantar un poquito más.

Un poco más, nada más.

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